La buena administración no debe ser una quimera (artículo de opinión de Joan Buades Feliu)

Nuestro ordenamiento jurídico articula un cuerpo normativo que favorece a las Administraciones Públicas (AAPP), reconociéndoles el principio de autotutela, la ejecutividad de sus resoluciones, preferencias, la presunción de legalidad, silencio por respuesta y una retahíla de privilegios.

 

Nada que objetar a esas prerrogativas teniendo en cuenta que las AAPP sirven al interés común, están sujetas al principio de legalidad, deben guiarse por los parámetros de la buena administración y observar un riguroso cumplimiento de los deberes y mandatos que vinculan a los poderes públicos.

 
El constitucionalismo moderno ha ido modulando unos principios axiomáticos, cuyo análisis excede el alcance de este artículo. De entre ellos destacamos, la previsión de un catálogo de derechos fundamentales de la persona, de obligado respeto por los poderes públicos y la entronización del principio de legalidad, cuyo trasunto es el imperio de la Ley. El sometimiento de los poderes públicos a la ley y al derecho es la quintaesencia del estado democrático.
 

Las Administraciones Públicas en tanto que son uno se los principales instrumentos para llevar a cabo la acción ejecutiva de gobierno deben servir con objetividad los intereses generales, correspondiendo a los tribunales de justicia el control de la legalidad de su actuación y su adecuación a los fines que la infunden.

 

Con el correcto respeto de esos principios, los privilegios establecidos a favor de las AAPP están plenamente justificados por cuanto existe un criterio-guía (los intereses generales) y los mecanismos de salvaguarda y control adecuados (la revisión jurisdiccional).

 

Esa construcción tan correctamente formulada entra en crisis cuando las Administraciones Públicas no dan la adecuada respuesta a las exigencias señaladas. Esas disfunciones pueden responder a causas muy diversas que van desde las indicaciones de las formaciones políticas en el gobierno que, sabedoras del enorme poder de las AAPP, las instrumentan para sus fines y/o dictan resoluciones ejecutivas (órdenes, decretos, reglamentos, etc.) para permitir su acción de gobierno no acorde con el interés general; también pueden estar originadas por la proverbial insuficiencia de medios humanos y materiales que soporta la Administración; y, finalmente, pueden deberse a las malas prácticas o vicios en el ejercicio de la función, casi siempre consecuencia de un incorrecto uso los privilegios a los que nos hemos referido.

Y es ante esos actos administrativos tildados de irregulares, nulos o, sencillamente, ilícitos, cuando entran en escena los juzgados y tribunales.

 

La jurisdicción contencioso-administrativa, genuinamente revisora de los actos administrativos, parte de la premisa de que las AAPP ajustan su actuar a la legalidad, es la llamada presunción de legalidad de los actos administrativos, de suerte que el administrado se convierte en recurrente en el proceso judicial, debiendo acreditar la ilegalidad de la actuación administrativa.

 

Existe la communis opinio de que los tribunales contencioso-administrativos son más proclives a resolver a favor de las AAPP. No vamos a entrar en ese debate por razones de oportunidad y extensión. Pero si queremos referirnos a un hecho importante; en los últimos tiempos la Sala de lo Contencioso Administrativo del Tribunal Supremo ha dictado un importante conjunto de sentencias mostrándose muy crítica con algunas de esos tics o malas prácticas que se suceden en la práctica ordinaria de las AAPP; han sido indudables llamadas de atención, invectivas muy rotundas que han ido acompañadas de condenas de las Administraciones concernidas.

 

Queremos hacernos eco especial de las sentencias dictadas el 28 de mayo y 15 de octubre de 2020, recaídas en recursos en los que se debatía el acomodo a derecho del proceder de las Administraciones atañidas que, previo incumplimiento de sus obligaciones, habían activado alguno de los privilegios que el ordenamiento les confiere en claro perjuicio del administrado.

 

Pasajes extraídos de las sentencias tan contundentes como «hay una especie de sobreentendido o, si se quiere, de presunción nacida de los malos hábitos o costumbres administrativos -no de la ley-, de que el recurso sólo tiene la salida posible de su desestimación», o el más llamativo «el deber jurídico de resolver las solicitudes, reclamaciones o recursos no es una invitación de la ley a la cortesía de los órganos administrativos, sino un estricto y riguroso deber legal que obliga a todos los poderes públicos, por exigencia constitucional, cuya inobservancia arrastra también el quebrantamiento del principio de buena administración», o «exige que la Administración cumpla sus deberes y mandatos legales estrictos y no se ampare en su infracción -como aquí ha sucedido- para causar un innecesario perjuicio al interesado», ponen en evidencia que los tribunales no son proclives a tolerar que las AAPP desatiendan sus obligaciones, al tiempo que activan sus privilegios frente al administrado.

 

El derecho administrativo es, como decía el profesor González Navarro, el derecho del poder, pero también es el derecho de la libertad. Si sólo se pone el acento en el aseguramiento de la eficacia de la gestión pública, razonando que se presume válida al amparo de que con ello se procuran los intereses generales, y se obvia que el ciudadano es el protagonista de dicha gestión, haciéndose tabla rasa de las garantías y derechos de los que es acreedor, quizá se consiga mayor efectividad, pero la contrapartida será el aumento de la disfunción jurídica del poder ejecutivo y la proliferación de la arbitrariedad y la antijuricidad.

 

Precisamente por ello, tranquiliza ese control jurisdiccional y la firmeza que viene mostrando el Tribunal Supremo a la hora de exigir a las AAPP la observancia de las obligaciones que son contrapartida a tantos privilegios. Por ello podemos afirmar que la buena administración no es una ilusión, una quimera sino una expectativa razonable.

 

A las AAPP hay que exigirles ejemplaridad, no pueden hacer uso de los privilegios que el ordenamiento les confiere y consentir que incumplan con las correlativas cargas u obligaciones. Los privilegios administrativos están justificados siempre que las Administraciones observen los mandatos de la buena administración.

 

Y no olvidemos que ya por 1700, el filósofo y jurista francés Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu, dijo: «No hay peor tiranía que la que se ejerce a la sombra de las leyes y bajo el calor de la justicia» y si no, que se lo pregunten a los súbditos (que no ciudadanos) de la República Bolivariana de Venezuela.

 

Fuente: Diario de Mallorca.

Artículo publicado en Diario de Mallorca el miércoles, 17 de febrero de 2021.